En 1750 comenzó la revolución industrial y con ella el lento declive de la agricultura como primera fuente de riqueza para la humanidad. En 1776 el filósofo moral escocés Adam Smith publico La Riqueza de las Naciones y creó una teoría muy práctica: el interés particular de los individuos, en un mercado libre, crea riqueza y bienestar para las sociedades. Rápidamente se descubrió la necesidad de poner límites y reglas a esta «energía egoísta» y así, con continuas adaptaciones, el capitalismo ha continuado creando bienestar. Ahora está mutando a un capitalismo más, mucho más consciente… o eso esperamos de un sistema inteligente que se adapta, y del liberalismo que lo sustenta.
La desigualdad social, el cambio climático y la preservación de la democracia y las libertades requieren de un capitalismo más consciente donde los requerimientos de lucro y retorno para los accionistas se equilibren con otros factores.
En 1776 la Declaración de Independencia de los Estados Unidos instituyó como eje vertebrador de un país la libertad personal: religiosa, política y económica. Adam Smith también había publicado en 1759 La Teoría de los Sentimientos Morales, en la que reflejó que la empatía o simpatía, la disposición de las personas para cuidar de los demás —más allá de su interés particular— son el motor de la sociedad.
Y en esto que el directivo profesional (el gran invento del capitalismo, ese diseño organizativo de probada eficacia para gestionar recursos y conseguir resultados) ha permanecido hasta hoy sin un colegio profesional, sin una legislación ad hoc o sin una deontología profesional específica. ¡Es fascinante! Economistas, abogados, psicólogos, ingenieros, farmacéuticos, etc. Todos tienen su colegio, una regulación sobre requisitos de acceso y normas de funcionamiento profesional. Los directivos no.
No expreso con esta observación ningún afán de burocratizar, formalizar o regular el acceso a esta noble profesión. Sí de indicar una anomalía que arrastramos en estos casi 100 años de vigencia de la profesión:
El poder que una organización cede a un puesto directivo puede ser enorme: gestión de recursos, toma de decisiones, orientación estratégica, alianzas o rupturas, selección, promoción, degradación o despido de personas…
Puede que en muchas ocasiones, el rol directivo requiera una madurez y competencia profesional muy superior a la madurez personal de la persona que lo habita o desempeña. Sobre todo cuando los criterios principales para designar al directivo son la capacidad para obtener resultados, sus conocimientos o la experiencia aportada. Estamos de acuerdo, ¿verdad?
Ahora bien, en general, la madurez personal, la serenidad, la integridad y la coherencia, son aspectos indispensables —¡críticos!— para habitar el rol profesional con solidez y con un buen impacto en la organización y en las personas.
¿Cuántas veces hemos visto en roles importantes a personas poco cultivadas, con déficit de integridad personal, o claramente inmaduras y neuróticas? En estos casos este poder les viene grande, y pueden causar un impacto terrible en las vidas de otras personas, en la atracción y retención del talento, o en la energía de las personas para aportar su creatividad o cooperación en la organización. Creo que lo que señalo entronca este tópico tan extendido:
¡Los empleados se van de los jefes, no de las empresas!
Reconozcámoslo, sin una buena comprensión de la naturaleza humana, sin un proceso de crecimiento y autorrealización personal paralelos al desarrollo de las competencias directivas seguiremos teniendo este síndrome. Es necesario este desarrollo para tener, como insistía Stephen Covey, directivos eficaces en las cosas y efectivos con las personas.
El camino de desarrollo del liderazgo, comenzando por el autoliderazgo personal (el proceso de liderarse a sí mismo) es un modo sólido y efectivo de equilibrar los aspectos que señalo. Marca ética, capitalismo consciente, gestión del talento, y: ¿Para cuando la extensión, la concienciación sobre la necesidad de invertir en el desarrollo integral de nuestros directivos? ¿A qué esperamos, a que esto lo pongan ellos y lo traigan de casa?
Muchas empresas ya son conscientes de esto e invierten mucho en ayudar a desarrollarse a sus directivos y mandos intermedios. Creo que más que un colegio profesional o un código deontológico, este camino es más práctico y rápido para lograr directivos que además de tener fortalezas en sus competencias, tengan fortalezas de carácter.
¡El carácter, la intención positiva, la integridad y la coherencia, junto a las competencias profesionales de capacidad y resultados forma un conjunto formidable!
¿Qué piensas querido lector/a?
Salud y aprecio para todos, Joaquín Marí.
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